
INDIA·julio 2013
CALCUTA
Calcuta amanece con el sol. Para las seis y media de la mañana ya se han despertado los colores, los olores animados por la humedad y el calor. Las calles dejan de ser dormitorio sin techo y dan paso a duchas improvisadas en las fuentes, mercadillos de fruta en las aceras, caminos para los pequeños que van al colegio o los adultos que van a trabajar. La actividad, la energía, la despreocupación no tienen ni siquiera que quitarse las legañas.
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CALCUTA, AMBIENTE Y PROTAGONISTAS
Calcuta huele. A especias, a esencias o a hedores, pero huele. Huele intenso y huele intenso siempre y a la nariz le cuesta acostumbrarse a que tanta información llegue a ella y se meta hasta el fondo. En época de monzón, la humedad da todavía más fuerza a los olores, en su mayoría desagradables. Multiplica la sensación de calor, vuelve el cuerpo pesado, agota; provoca la sensación de estar bajo el agua, agua caliente, se pega.
Calcuta sabe a especias y pica demasiado para las lenguas occidentales. Incluso un yogur puede llevar sabor a hierbas aromáticas. Al final, puede parecer que se está degustando el mismo plato una y otra vez. El dulzor del té chai es el encargado de aliviar la boca.
Calcuta no duerme. El ruido constante del tráfico, que parece una orquesta donde las trompetas se hubieran rebelado, elimina la posibilidad de pasar un rato en silencio. El tránsito puede parecer caótico a primera vista, no hay rastro de normas comunes. Pero se trata de una jungla ordenada, donde cada conductor sabe que en cada momento se reinventan las reglas, basadas en dos: la primera, que los vehículos deben pasar por el hueco que encuentren y reventar el claxon para avisar a los que encuentren a su paso; la segunda, que para cruzar la carretera los peatones sólo tienen que cumplir dos requisitos: decisión y velocidad.
Las voces y gritos de la multitud, presente en todo rincón y a cualquier hora, ponen letra a esta música con el volumen alto, que puede llegar a resultar crispante. Gente, gente, gente en el centro, en las afueras, templos abarrotados, parques copados, bocinas, bocinas, bocinas. La congregación de personas propia de un lugar superpoblado añade a la experiencia en Calcuta un roce constante, un escaparate continuo y en movimiento de las telas de colores vivos de los saris. Ojos negros y grandes, pupilas curiosas y tremendamente despiertas de los niños, que rara vez se desgrapan la sonrisa. En realidad, se intuye felicidad en la mayoría de las caras. Aunque es complicado creer, por ejemplo, que alguien cuyo oficio sea remolcar a otras personas en su rickshaw, una locomotora humana y que encima trabaja descalzo, sea feliz. Cuesta integrar desde la costumbre europea que las aceras dejen de ser al amanecer, hacia las seis y media, una extensión de dormitorios y den paso a las duchas en las fuentes.
Calcuta utiliza más sentidos de los que hemos descubierto para dar un calcutazo, para inundar el cerebro de millones de estímulos, por lo que cuesta asimilarla. Se toma esa libertad.